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"Tolle, lege" y la conversión de San Agustín

  • molondriz96
  • 30 sept 2021
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 1 oct 2021

Según Peter Brown, san Agustín debió escribir sus Confesiones alrededor del 397, poco tiempo después de haber sido nombrado obispo de Hipona[1]. En ese momento, Agustín tenía 43 años, unos diez años después de su conversión en Milán. Pero, ¿por qué las escribió? Según Jean-François Lyotard, con la confessio, san Agustín pretendía “glorificar lo Impecable”, alabar la “virtus y la sapientia” de Dios y mostrar la bajeza del hombre ante estas “grandezas incomparables”[2]. Por eso, los primeros capítulos de las Confesiones invocan a Dios para alabarlo a lo largo de toda la obra: “Mi fe te invoca, Señor, la fe que tú mismo me diste”[3]. Confesar supone, pues, la alabanza a la trascendencia divina pero también el reconocimiento de los propios pecados a través de la memoria de su vida, por eso, hay un doble motivo en la confesión agustiniana: laudatorio y penitencial. Esto se lleva a cabo a través de un cálido diálogo, de “familiari affectu[4], entre Dios y san Agustín, de manera que se unen dialógicamente ambos interlocutores. Pero es un diálogo en que Dios, aunque indispensable, permanece callado: “God is present but silent”[5]. Es san Agustín el que, con sus agradecimientos y alabanzas de estilo hímnico, habla sin cesar a su interlocutor divino.


Más la confesión es también, según María Zambrano, la expresión de los conatos del ser, la revelación del sujeto en sí mismo que se verifica en el tiempo real de su vida[6]. Por eso, el lenguaje de san Agustín muestra ‒mediante la autobiografía‒ una experiencia subjetiva, una vuelta al “yo” y, en consecuencia, la expresión de las intimidades de su alma. Con esto, san Agustín trata de exponer cómo, a través de su interioridad, llegó a Dios: “Soy, lo uno exterior y lo otro interior. ¿Por cuál de estos dos debí yo buscar a mi Dios? […] Sin duda, es mejor el interior”[7]. Así pues, con su confessio, muestra que el hombre debe penetrar en lo más recóndito de su alma para encontrarse con Dios, lo que, además, es el único camino del alma para llegar a ser verdaderamente espiritual[8]: “Nunca antes el hombre había estado así ante su alma”[9].


Agustín nació en la ciudad romana de Tagaste, al norte de África, donde las manifestaciones del Imperio romano ‒católico desde el 313‒ impregnaron su niñez[10]. Su padre, Patricio, era un hombre pagano mientras que su madre, santa Mónica ‒a la que dedicará gran parte del Libro IX‒ era cristiana.


Entre el Libro I y el VI, san Agustín expone su autobiografía confesional a través de la narración de su infancia, adolescencia y juventud. Así, el santo recorre los primeros pasos de su existencia y su crecimiento sin abandonar la alabanza, el reconocimiento y, por supuesto, la memoria. Sin embargo, los tres aspectos más destacables de estos libros, que nos ayudarán a entender su proceso de transformación, son: a) La lectura del Hortensius de Cicerón[11], lo que supuso una primera conversión filosófica y el inicio de su ardiente “amor a la sabiduría”; b) su primera lectura de la Biblia, la cual le decepcionó por no encontrar en ella el mismo lenguaje sublime y sofisticado de Cicerón; y c) el encuentro con el maniqueísmo, una secta cristiana que seguía a Mani como Revelador supremo y que sostenía una visión cosmológico-dualista del Bien y el Mal como fuerzas opuestas. Sin embargo, influenciado por san Ambrosio de Milán, Agustín abandonó el maniqueísmo y se adentró en la filosofía neoplatónica, que lo impulsó a buscar radicalmente la Verdad y a releer la Biblia. Todo esto, así como sus anteriores lecturas, su inquietud intelectual y la relación con el maniqueísmo, supuso una preparación a la incipiente conversión cristiana narrada en el siguiente libro.


Nos situamos ahora en las tremendas páginas del Libro VIII, donde el ardiente espíritu de san Agustín vive una situación dramática de desesperación. Después de tantos años de su conversión a la filosofía, está dispuesto a recibir como revelación verdadera a la fe cristiana. Sin embargo, se resiste a “venderlo todo” (Mt 19:21) porque “me había hecho una cadena y me sentía prisionero”[12]. Es consciente de que, para alcanzar de forma absoluta la Verdad, debe entregar su alma y abandonar los vicios sensibles que le tienen atado, pero no puede y, si no puede, es porque hay una parte de él que no quiere: “la voluntad no quiere porque piensa no poder, pero no puede porque no quiere poder”[13]. Tiene, pues, dos voluntades: una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, combatiendo en su corazón[14]. Quiere, san Agustín, entregarse por entero pero no ahora, sino más tarde: “Enseguida, enseguida, déjame un poquito más”[15]. Así se encuentra su interior, en medio de una tensión dramática previa a la conversión que, además, es símbolo de la constante tensión que hay entre el mundo natural y la revelación. Entonces, el santo se retira al pequeño huerto de la casa milanesa, donde sigue su combate interior en forma de lágrimas tempestuosas provenientes, según Romano Guardini, de una emoción religiosa[16]. Al momento, se oye la voz de un niño que dice: “Toma y lee, toma y lee” (Tolle, lege; tolle, lege) [17]. Esta frase es el inicio de la transformación radical de toda su existencia y es interpretada por el Hiponense como un mandato divino. Así pues, san Agustín hace lo mismo que, según el paisano Ponticiano, hizo el converso Antonio[18]: consulta la Escritura como Palabra personificada de Dios que se dirige personalmente a él[19]. Al coger el libro, san Agustín lee:


“Nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no andéis tratando de satisfacer las malas inclinaciones de la naturaleza humana” (Rm 13: 13-14).


En ese preciso instante ‒donde la totalidad de la situación (el huerto, el niño, las Escrituras…) conforma la llamada a la conversión[20]‒ se disipan todas las dudas: no en la exterioridad, no en lo expresable, sino en el movimiento interior del “yo” que ha cobrado vida plena. La decisión de “morir” (de entregarse por entero a Cristo) lleva al éxtasis de la conversión por el cual san Agustín nace de nuevo: “Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él” (Jn 3:9). Este proceso de renacimiento es fruto de la gracia divina que “aparece como una liberación de una esclavitud pasada, como un gozo nuevo”[21] que “viene sobre la persona y la arranca de toda costumbre”[22]. Según María Zambrano, a diferencia del ocultamiento de Adán tras la ropa (fruto de la vergüenza de su pecado), san Agustín se convierte, se descubre y se ofrece a la mirada divina para ser unificado y recogido por ella. Con su conversión y, en general con toda su confesión, el santo pretende retornar al paraíso perdido de donde salimos al vestirnos, es decir, retornar a la unión inmaculada con Dios. Nace, no sólo una nueva ontología respecto a la vida pasada, sino también una nueva espiritualidad, ya que el ser de su espíritu que hasta entonces estaba atado a lo material, se abre y se libera como espacio divino, como real posesión de Dios.

[1] Peter Brown, 2001, Agustín de Hipona (traducción de Santiago Tovar y María Rosa Tovar), Acento, Madrid, p. 172. [2] Jean-François Lyotard, 2002, La Confesión de Agustín (edición y traducción de María Gabriela Mizraje y Beatriz Castillo), Losada, Madrid, p. 120-121. [3] Confesiones I, 1, 1 (en adelante: Conf). [4] Ibid. p. 103-104. [5] James Joseph O’Donnell, 1992, Augustine. Confessions, v.1: “Introduction and Text”, Clarendon Press, Oxford, p. XXX. [6] María Zambrano, 1995, La Confesión: Género literario, Siruela, Madrid, p. 27-29. [7] Conf X, 6, 9. Cf. Como dirá Søren Kierkegaard, 2006, Las obras del amor (traducción de Demetrio G. Rivero), Ediciones Sígueme, Salamanca, p.26, el grado máximo del amor (Dios) se encuentra en lo más íntimo y recóndito del ser humano, que a su vez conforma la totalidad de la existencia. [8] Romano Guardini, 2013, La conversión de Aurelio Agustín: El proceso interior en sus Confesiones (traducción de Roberto H. Bernet), Desclée De Brower, Bilbao, p. 23. [9] Karl Jaspers, 1995, op. cit., p. 122. [10] Garry Wills, 2001, San Agustín (traducción de Teófilo de Lozoya), Mondadori, Barcelona, p. 30. Para saber más del contexto del cristianismo de esa época, ver: Gustave Bardy, 1990, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Ediciones Encuentro, Madrid. [11] Conf. III, 4. El Hortensius es una obra hoy perdida. [12] Ibid. V, 3-14. [13] Romano Guardini, 2013, op. cit., p. 240 . [14] Conf. VIII, 10. [15] Ibid. VIII, 5, 12. [16] Romano Guardini, 2013, op. cit., p. 229. [17] Conf VIII, 12, 29. [18] Ibid. VIII, 6. [19] Benedicto XVI, 2008, “Las conversiones de san Agustín”, audiencia general, 27 de febrero de 2008, Basílica de San Pedro del Vaticano, Roma. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2008/documents/hf_ben-xvi_aud_20080227.html> [Fecha de consulta: 2/02/2019]. [20] Romano Guardini, 2013, op. cit., p. 239. [21] Victorino Capanaga, 1974, Agustín de Hipona: maestro de la conversión cristiana, BAC Maior, Madrid, p. 45. [22] Romano Guardini, 2013, op. cit., p. 231. La definición de conversión que propone Maurice Nédoncelle, 1953, Testimonios de la fe. Relatos de conversiones (traducción de Enrique Jarnés Bergua), Rialp, Madrid, p. 41-42, también muestra el carácter de “novedad” que supone “en el seno de la conciencia humana” dicha transformación existencial. María Zambrano, 1995, op. cit., p. 45, la define como “lo que hace que nos sintamos desprendidos de aquel que éramos, del traje usado y gastado”.

 
 
 

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